Me escapé del demonio.
O no... de vuelta, en mis espaldas.
—¿Qué tenés ahí? —me preguntó,
señalando el cuaderno.
No respondí ni rápido ni certero
—aunque me levanté de prisa—
pero recuerdo que, en el torrente de palabras lanzadas sin conectores alguno,
estaba la palabra imaginación.
Contame tu imaginación,
fue entonces lo que me dijo.
La propuesta, el tono...
me resultó majestuoso.
Con diamantes en sus dientes, que me abrí de manos,
me acerqué a su cuerpo,
conversé mintiendo,
siempre con el cuaderno cerrado,
siempre con la excusa de otro día,
de atrás para adelante,
nunca acá,
nunca quieto,
nunca en el medio.
Me fui.
Me alejé.
Me despedí de esa forma.
Caí al suelo,
me senté en un sillón de cuero,
me movieron del pasillo,
de la pared cercana,
de la silla de madera;
del lugar indicado,
el ombligo del mundo,
la boca de lobo,
la profundidad del asombro.
Acepté el trato con la condición
de la existencia de una mesa;
efectivamente había una,
de madera,
grande y baja,
más cerca del piso, de la tierra.
Renovamos los tragos,
sentí el frío en mis labios,
y me dispuse a ver la pantalla,
la película,
la escenografía,
sus actores, sus actrices.
Entonces:
¿es esto el precio de la entrada?, me pregunté.
Un cuerpo humano con decenas de
narices.
Un colectivo,
uno a uno conectados,
todos a un mismo circuito,
a una misma fase.
Volví al cuaderno,
a mis obligaciones.
Un cigarrillo armado de ansiedad.
Alan quería entrar en la pantalla.
Yo prefería que no,
ya me había costado salir.
Y además no tenía problemas en
quedarme solo...
es más: lo deseaba.
Es cierto,
el sillón con semejante mesa y una sola botella no era armónico,
pero ya pensaba en volver al pasillo,
al lugar de paso,
al de la observación de lado,
más dinámico,
con mejor imaginación.